O DONDE SE NOS DICE DE DÓNDE VENIMOS
“Sólo se disipa la propia ignorancia a fuerza de remover el cuerpo y
el espíritu, yendo de un lado a otro”, decía Petrarca en el siglo XIV cuando vivía en Vaucluse, cerca de
Avignon y del Papa Luna, Benedicto XIII.
Hoy solo necesitamos remover el espíritu y darnos un chapuzón en los
conocimientos y trabajos ajenos, como en este caso el de Vicente Blasco
Ibáñez sobre la vida de Don Pedro de Luna,
segundón
de una de las más importante casas nobles aragonesas, que llegó a ser
nombrado Papa con todas las legalidades de la época
Novela histórica muy documentada en hechos, personajes y lugares, nos
cuenta, a través de Claudio Borja –descendiente del papa Borgia- cómo
Benedicto XIII, el Papa Luna o el Papa del Mar, se mantiene en su
posición inmutable de papa legítimo durante casi treinta años,
resistiendo, para que renuncie, a las amenazas de gentes poderosas
de la época; resistiendo a las ofertas económicas, que muy bien pudieran
saciar las ambiciones de cualquier mortal que no tuviera la integridad
del anciano Benedicto XIII.
De la mano de Claudio y acompañados de la bella viuda argentina
Rosaura, -a quien el joven Borja quiere conquistar-, vamos a recorrer
los lugares de referencia en la vida del Papa Luna. Empezando por un
recorrido turístico en el castillo de Avignon donde tuvieron su
residencia los papas de Roma, siete en total hasta el cisma de
Occidente; la villa de Petrarca en Vaucluse, cerca de Avignon; Marsella,
el lugar donde el Papa Luna armó su escuadra para marchar a Roma; Pisa,
Barcelona, Constanza y Peñiscola.
Narra la traición del emperador Segismundo, quien habiendo otorgado un salvoconducto al predicador Jan Huss, predecesor de Martín Lutero, permite que sea encarcelado y juzgado por herejía y él mismo lo condena a la hoguera.
Describe también la trayectoria del maestro Ferrer, futuro San Vicente
Ferrer. El papel importantísimo que tuvo en la elección democrática de
Fernando de Antequera como rey de Aragón en el compromiso de Caspe y la
defensa del papa de Avignon como único papa legal y su cambio de
actitud...” Vicente Ferrer continuaba no dudando de su legitimidad; pero le pedía
humildemente que renunciase.”
Y sobre todo nos muestra el carácter austero y la fuerte y honesta
personalidad de don Pedro de Luna, o Benedicto XIII que mantuvo su
verdad hasta su muerte a los noventa y cinco años, sobreviviendo a todos
sus enemigos y “manteniéndose en sus trece”, dicho o refrán que aun hoy
en día se utiliza para referirse a las personas contumaceces, las que no
“dan su brazo a torcer”
Con los datos aportados podremos formarnos una opinión sobre los
intereses de la política, de la iglesia católica y de los personajes
poderosos en los finales del siglo XIV y principios del siglo XV.
Ahora, con la perspectiva del tiempo, vemos los defectos de
aquellas gentes y es fácil imaginar que si hubiera triunfado Benedicto
XIII, la reforma de Lutero y el consiguiente cisma no hubiera sido
necesario, e incluso, probablemente, nos hubiéramos ahorrado las muertes y el dolor que las revoluciones de los siglos XVIII y XX trajeron en
Europa.
Esto ya sería historia-ficción. Somos quienes somos porque
ellos fueron quienes fueron. No hay más.
José F. Álvarez
José F. Álvarez
ALGUNAS NOTAS
DON PEDRO DE LUNA, LA VOLUNTAD MÁS FÉRREA DE TODOS LOS TIEMPOS
Se creía nacido sin voluntad, e indudablemente por esto deseaba
escribir la historia de aquel
don Pedro de Luna, la voluntad más tenaz de su época y tal vez de
todos los tiempos.
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Cuando empezaron a celebrase las conferencias en el antiguo palacio
de los reyes de Mallorca se dio cuenta Segismundo de que estaba en
presencia de un hombre extraordinario. Había oído hablar a
muchos del carácter tenaz del Pontífice, de su dialéctica cerrada e
invulnerable; pero la realidad fue más allá de sus suposiciones
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Fue en Perpiñán donde dio
la muestra más sobrehumana de su tenacidad, de la fe en sí
mismo, que parecían desafiar todas las leyes del tiempo. Habló en
latín durante siete horas ante el emperador, los príncipes, los
embajadores y todas las delegaciones enviadas por las universidades
más célebres de Europa. Un silencio de respeto y de asombro acogió su
palabra autoritaria. Nadie la cortó con rumores de impaciencia o de
cansancio. Hasta sus mayores enemigos reconocían interiormente la
superioridad de este hombre, por sus virtudes privadas, su
inteligencia y su carácter, sobre todos los pontífices que habían sido
sus adversarios, sobre los doctores famosos y los cardenales
tránsfugas que lo combatían en los concilios
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—Vosotros decís que soy un Papa dudoso. No hablemos de ello; lo
acepto. Pero antes de ser Papa yo era cardenal, y cardenal
indiscutible, de la santa Iglesia de Dios, pues me dieron la
investidura antes del cisma. —Soy el único de los cardenales
anteriores al cisma que aún vive.
Si, como decís vosotros todos los papas elegidos después del cisma
son dudosos, todos los cardenales que ellos han nombrado son dudosos
igualmente. Y como los cardenales son los que nombran los papas, yo
solo, cardenal auténtico, soy el único que puede designar un papa
auténtico. —Yo soy también el único que puede conocer verdaderamente las
cuestiones de legitimidad en este cisma, el único que estuvo presente
en el cónclave que dio origen a él. La solución para los males
presentes de la Iglesia soy yo solo el que puede legítimamente
aplicarla;
la dignidad de la Iglesia y mi propia dignidad así lo exigen.
—Suponiendo que no sea yo el único Papa legítimo, soy el único
cardenal legítimo y puedo nombrarme por segunda vez a mí mismo. Y si
no queréis que el Papa sea yo, no por eso conseguiréis evitar que yo
sea el único que puede nombrar otro Papa, y
ningún Papa legítimo será designado sin mi aquiescencia, ya que soy
indiscutiblemente el único cardenal legítimo.
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Le declararon contumaz, siguiendo su proceso. Buscaron testigos
contra él en los países sometidos al Concilio, o sea en casi toda la
Cristiandad, y
nadie se atrevió a declarar contra su vida privada o contra la
notoria honradez con que había administrado los bienes de la
Iglesia. Todos reconocían en voz baja sus costumbres austeras, su desprecio al
dinero, su odio al nepotismo, pues nunca había favorecido a sus
sobrinos con dádivas extraordinarias.
El único cargo grave contra el. Pontífice de Peñíscola era «su
obstinación en no renunciar al Papado».
Todavía perdió mucho tiempo el Concilio, declarando contumaz otra vez
a Benedicto y fijándole nuevos plazos para que se presentase.
Necesitaba, antes de exonerarlo, dar carácter de legalidad a cuanto
había hecho como Papa, institución de fiestas religiosas, casamientos
de príncipes, bulas, privilegios a las iglesias— El Concilio debía
reconocer como suya toda la obra pontificia de Luna, para que no
resultase ilegítima después de su condenación, trastornando la vida de
varias naciones.
«Su argumentación fue sólida, rectilínea, incontestable como la
verdad. Pero, ¡ay! el mundo vive casi siempre regido por intereses y
no por verdades.»
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—Decid esto a vuestro rey: «Yo te hice lo que eres, y tú me envías al
desierto.»
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Después de este llamamiento inútil se promulgó el decreto por el cual
se declaraba «al llamado Benedicto Trece escándalo de la Iglesia
universal, sostenedor del cisma, despojándolo de todos sus títulos, grados y dignidades, relevando a los fieles de
los juramentos y obligaciones con él, excomulgándolos si le obedecían
como a Papa y le prestaban auxilio, consejo o protección»
Cuando Pedro de Luna recibió en Peñíscola la noticia de todo esto,
alzó los hombros y continuó creyéndose tan Papa como antes.
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Este hombre irreducible, que acababa de cumplir noventa años,
contestó repitiendo lo que había dicho en Perpiñán ante el emperador y
después a los enviados del Concilio de Constanza: —Un Papa verdadero no renuncia.
Soy el único cardenal anterior al cisma, el único que no es dudoso y
puede hacer una elección legítima... Y yo me elijo a mí mismo
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De acuerdo con el rey de Aragón y ayudado por los más íntimos amigos
de Benedicto, hizo a éste tentadoras promesas. Si se sometía a Martín
V dejarían en su poder mientras viviese todos los libros y los bienes
de la Sede Apostólica que se había llevado de Aviñón y guardaba en
Peñiscola; gobernaría como soberano el país donde quisiera establecer
su residencia; recibiría una pensión de cincuenta mil florines
anuales, cantidad enormisima en aquel entonces; todos los beneficios y
títulos dados por él serían reconocidos, y se aceptarían otras
proposiciones que quisiera hacer, siempre que fuesen de acuerdo con la
unidad de la Iglesia. Hasta su sobrino Rodrigo Luna, algo quebrantado
por la desgracia, le aconsejó que cediese.
TODOS LOS PAPAS DE AVIGNON
Y señaló uno por uno a los pontífices, asignándoles una
particularidad para que sus oyentes los viesen mejor.
El primero, Clemente V arzobispo de Burdeos, no era del país. A
continuación reinaban Juan XXII, obispo de Aviñón, y venían
tras él cinco más, todos lemosines o provenzales:
Benedicto XII, que empezó la construcción del palacio, llamado
el Cardenal Blanco, porque vestía siempre el hábito de su Orden;
Clemente VI, Papa protector de artistas y amigo de
suntuosidades, el más famoso de todos; Inocencio VI,
administrador como nadie de los bienes de la Iglesia;
Urbano V antiguo prior de la abadía de San Víctor, en el puerto
de Marsella, que volvió a Roma cediendo a las súplicas de los
italianos y a las visiones de ciertas santas, teniendo que regresar a
Aviñón por serle imposible su permanencia en Italia; finalmente,
Gregorio XI, que se plegaba a idénticas sugestiones, repetía el
viaje y moría en Roma, dando motivo, sin quererlo, al
llamado Gran Cisma de Occidente. Luego señalaba los dos últimos
retratos. —Este es Clemente Séptimo, el primer Papa de la llamada
obediencia de Aviñón, pariente de los reyes de Francia, que quiso
tomar el mismo nombre del gran Clemente Sexto. Este otro, el español
don Pedro de Luna, último Papa de Aviñón, muerto en Peñíscola
(España), sosteniendo hasta el último momento la legitimidad de su
pontificado.
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