EL CAMINO
El Camino, película de Ana Mariscal
“Y se retiró de la ventana violentamente,
porque sabía que iba a llorar y no quería que la Uca—uca le viese. Y cuando
empezó a vestirse le invadió una sensación muy vívida y clara de que tomaba un
camino distinto del que el Señor le había marcado. Y lloró, al fin.”
Daniel El
Mochuelo lloró con razón y conocimiento, lloró como un hombre al comprender que
el camino de la infancia terminaba en ese momento de sus once años, cuando
abandonaba el valle familiar y protector que le vio nacer, al valle al que
pertenecía como los árboles y los prados, como las montañas, como el río, la
carretera y las vías del tren, como los arrendajos, los verderones, los jilgueros
y el sonido de la campana de la iglesia.
En nombre
del progreso y porque su padre, el quesero, quería lo mejor para él, debía ir a la ciudad a estudiar y tenía que dejar entre aquellas montañas, a la Uca-uca la niña pecosa, a quien empezaba a querer, a su
amigo Roque El Moñigo, al cura D. José, que era un santo, a Las Guindillas y a Las
Lepóridas, al Manco y al Herrero, al Zapatero el hombre que de perfil no se le
ve, al maestro El Peón que avanza de frente y come de lado...
El Camino
es la tercera novela que escribió Miguel Delibes, publicada en 1950. Novela
costumbrista de la vida de una aldea del norte en tiempos de la postguerra
española, en la que bien nos vemos reflejados, los que como Daniel El Mochuelo,
pasamos nuestra infancia entre montañas, con un río para chapotear y nadar en
verano, prados de hierba verde donde nos tumbábamos a contemplar las copas de
los chopos sobre el cielo azul profundo, montañas altas desde las que se veía nuestro
valle, nuestro mundo, los tejados de las casas alineadas, el río, la carretera
y la vía del tren con sus máquinas de vapor soltando enormes bocanadas de humo
al salir del túnel...
Muchos,
como Daniel El Mochuelo, tuvimos que dejar también nuestro valle de la infancia
¿para progresar?... y “tomar un camino distinto
del que el Señor nos había marcado.” Y
al final también lloramos de nostalgia al recordar muestro paraíso perdido, nuestra
verdadera Patria, nuestra infancia.
José F. Álvarez
José F. Álvarez
NOTAS
¿PROGRESO?
-. ¿Podría
existir algo en el mundo cuyo conocimiento exigiera catorce años de esfuerzo,
tres más de los que ahora contaba Daniel? Seguramente, en la ciudad se pierde
mucho el tiempo —pensaba el Mochuelo— y, a fin de cuentas, habrá quien, al cabo
de catorce años de estudio, no acierte a distinguir un rendajo de un jilguero o
una boñiga de un cagajón. La vida era así de rara, absurda y caprichosa. El
caso era trabajar y afanarse en las cosas inútiles o poco prácticas.
.- Lo que
su padre no logró haber sido, quería ahora serlo en él. Cuestión de capricho.
Los mayores tenían, a veces, caprichos más tozudos y absurdos que los de los
niños.
AMISTAD
.- Entre
ellos tres no cabían disensiones. Cada cual acataba de antemano el lugar que le
correspondía en la pandilla. Daniel, el Mochuelo, sabía que no podía imponerse
a el Moñigo, aunque tuviera una inteligencia más aguda que la suya, y Germán,
el Tiñoso, reconocía que estaba por debajo de los otros dos, a pesar de que su experiencia
pajarera era mucho más sutil y vasta que la de ellos. La prepotencia, aquí, la
determinaba el bíceps y no la inteligencia, ni las habilidades, ni la voluntad.
Después de todo, ello era una cosa razonable, pertinente y lógica.
.-En
primavera y verano, Roque, el Moñigo, y Daniel, el Mochuelo, solían sentarse,
al caer la tarde, en cualquier leve prominencia y desde allí contemplaban,
agobiados por una unción casi religiosa, la lánguida e ininterrumpida vitalidad
del valle... ¡Era gozoso ver surgir las locomotoras de las bocas de los
túneles! Surgían como los grillos cuando el Moñigo o él orinaban, hasta
anegarlas, en las huras del campo. Locomotora y grillo evidenciaban, al salir
de sus agujeros, una misma expresión de jadeo, amedrentamiento y ahogo.
.- En las
tardes dominicales y durante las vacaciones veraniegas los tres amigos
frecuentaban los prados y los montes y la bolera y el río. Sus entretenimientos
eran variados, cambiantes y un poco salvajes y elementales. Es fácil hallar
diversión, a esa edad, en cualquier parte
.- ¿Que
por qué las robaban? Eso constituía una cuestión muy compleja. Quizá,
simplificando, porque ninguno de ellos, entonces, rebasaba los nueve años y la emoción
de lo prohibido imprimía a sus actos rapaces un encanto indefinible. Le robaban
las manzanas al Indiano por la misma razón que en los montes, o en el prado de
la Encina, después del baño, les gustaba hablar de "eso" y conjeturar
sobre "eso", que era, no menos, el origen de la vida y su misterio
HOMBRÍA
...y
pensó que no sabría contener las lágrimas, por más que su amigo Roque, el
Moñigo, le dijese que un hombre bien hombre no debe llorar aunque se le muera
el padre.
.- La
voluntad del Moñigo no era un cero a la izquierda como la suya; valía por la
voluntad de un hombre; se la tenía en cuenta en su casa y en la calle. El
Moñigo poseía personalidad
Y SACRIFICIO
—Cuídate
y cuida la ropa, hijo. Bien sabes lo que a tu padre le ha costado todo esto.
Somos pobres. Pero tu padre quiere que seas algo en la vida. No quiere que
trabajes y padezcas como él. Tú —le miró un momento como enajenada— puedes ser
algo grande, algo muy grande en la vida, Danielín; tu padre y yo hemos querido
que por nosotros no quede.
.-... el
quesero se tornó taciturno y malhumorado. Hasta entonces, como decía su mujer,
había sido como una perita en dulce. Y fue el cochino afán del ahorro lo que
agrió su carácter. El ahorro, cuando se hace a costa de una necesidad
insatisfecha, ocasiona en los hombres acritud y encono.
TIERRA
MADRE
.- La
tierra exhalaba un agradable vaho a humedad y a excremento de vaca. También
olía, con más o menos fuerza, la hierba según el estado del cielo o la
frecuencia de las lluvias. A Daniel, el Mochuelo, le placían estos olores, como
le placía oír en la quietud de la noche el mugido soñoliento de una vaca o el
lamento chirriante e iterativo de una carreta de bueyes avanzando a trompicones
por una cambera.
Con
frecuencia, Daniel, el Mochuelo, se detenía a contemplar las sinuosas callejas,
la plaza llena de boñigas y guijarros, los penosos edificios, concebidos tan
sólo bajo un sentido utilitario. Pero esto no le entristecía en absoluto. las
calles, la plaza y los edificios no hacían un pueblo, ni tan siquiera le daban
fisonomía. A un pueblo lo hacían sus hombres y su historia. Y Daniel, el
Mochuelo, sabía que por aquellas calles cubiertas de pastosas boñigas y por las
casas que las flanqueaban, pasaron hombres honorables, que hoy eran sombras,
pero que dieron al pueblo y al valle un sentido, una armonía, unas costumbres,
un ritmo, un modo propio y peculiar de vivir.
ALGO DEL
VECINDARIO.
.- Bien
decía Andrés, el zapatero: "Cuando a las gentes les faltan músculos en los
brazos, les sobran en la lengua
.- La
Guindilla mayor respetó el llanto de su hermana. El llanto era necesario para
lavar la conciencia. Cuando Irene se incorporó, las dos hermanas se miraron de
nuevo a los ojos. Apenas precisaban de palabras para entenderse. La comprensión
brotaba de lo inexpresado
“—Las
mujeres feas no tenemos honra, desengáñate, hermana”
.- Le
gustaba demasiado Quino, el Manco, para abandonar el campo sin quemar el último
cartucho. Le gustaba porque era todo un hombre: fuerte, serio y cabal. Fuerte,
sin ser un animal como Paco, el herrero; serio, sin llegar al escepticismo, como
Pancho, el Sindiós, y cabal, sin ser un santo, como don José, el cura, lo era.
En fin, lo que se dice un hombre equilibrado, un hombre que no pecaba por
exceso ni por defecto, un hombre en el fiel.
AUDIOLIBRO INDEXADO: https://www.youtube.com/watch?v=LlXb4beJfw0
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